Automáticamente, el maquinista enfadado me regaña llamándome por mi nombre completo, María Trinidad de los Angeles, cosa que él sabe muy bien que a mí no me gusta para nada. Yo soy Trini. Así, Trini, y punto. Bisílaba, como me enseñaron en el cole (aunque también soy Lines, ese es mi nombre secreto con el que firmo mi diario). Y yo no sé a ustedes, pero a mí me encantan las palabras bisílabas: co-rro, can-to, sil-bo, via-jo, jue-go, cuen-to. Claro que no voy a desechar las trisílabas: di-ver-sión, a-mi-gos, a-pren-do. Ni las cuatrisílabas: pa-sa-je-ros. Que se suben y se bajan rapidito en cada estación, apresurados por los relojes y silbatos. Los niños son los que más me agradan, sobretodo los que se montan a un tren por primera vez y van, al principio, callados por el asombro, sentaditos muy serios con sus caritas pegadas al vidrio de las ventanas. Pero cuando me pongo en movimiento y empiezo a tomar velocidad, los pequeños no pueden ocultar su emoción y abren mucho sus ojos y sonríen y cantan: “viajar en tren, viajar en tren, es lo mejor, es lo mejor”. La mirada se les va llenando de paisajes. Pueblos/personas/vacas/perros/pájaros/árboles/ríos/puentes/túneles/caballos/nubes/rocas/sembradíos/colores/ que van variando de estación a estación, con luces y sombras que cambian de acuerdo a la posición del sol según la hora del día. En las noches, la luna y las estrellas hacen que todo luzca diferente, irreconocible, incluso para mí que me sé el paisaje de memoria. Y aún así siempre encuentro algo nuevo que me asombra.

Y, por favor, no se vayan a creer que soy una miedosa por lo que dije al principio de los túneles. Simplemente me gusta pasarlos rapidito para evitar la oscuridad que los llena. Prefiero el sol que me acalora o la lluvia que me refresca y hasta la nieve que me produce escalofríos (la purita verdad es que no me gusta tener nada sobre mi cabeza: ¡lo siento por los fabricantes de sombreros o los constructores de techos que se arruinarían conmigo!). Pero es que esto de ser un tren, o una locomotora en mi caso, nos hace especiales y caprichosas. Malcriada, me dice mi madre. Excéntrica, alocada, inexcusable, sentencia mi padre, con su voz grave y resonante, entre bocanadas de humo azul plomizo.

Los puentes me emocionan porque me elevan sobre ríos y precipicios, alto, muy alto, obsequiándome la ilusión de que vuelo, de que tengo alas.

Mañana es mi jornada semanal de descanso y a pesar de los tantos trabajos escolares que tengo (entre otras cosas, aprenderme de memoria cómo se escribe tren en alemán, “zug”; en francés, “train”; en italiano, “treno” y en portugués, “trem”), mañana, decía, aprovecharé para ponerme al día con mi correo electrónico (trini@en-tren-que-caben-cien.com) y responderle a mis primos y primas en todo el mundo: el tren bala japonés, el ferrocarril 473 que va de La Habana a Santiago de Cuba, ciudad portuaria en el sur de la isla, con calles empinadas donde la gente combate el calor tropical gracias a granizados de frutas y el dulcito jugo de caña. También me comunico con monorrieles y teleféricos, que son primos lejanos míos, además de ascensores y escaleras mecánicas desperdigados por el planeta. ¿O es que acaso no somos todos medios de locomoción para mover y movernos ayudando al trompoloco en que vivimos en sus giros y desplazamientos? ¡Es un baile, sí, un vals de Strauss y rock de Elvis Presley, Los Beatles, Paramore, Shakira, la canción del verano!

Mi tatara-tatara-tatara-abuelo fue el británico George Stephenson (abuelito Jorge, para nosotros), inventor de la locomotora (de mí, pues, ¿no me voy a sentir orgullosa!) y de los rieles por donde avanzamos. Estoy hablando de 1814, imagínense, cuando el abue tenía, a ver, déjenme sacar la cuenta, exactamente 23 años. Bautizó a su locomotora de vapor con el nombre de “Blucher”, una pesada máquina que podía arrastrar hasta 8 vagones cargados de carbón a una velocidad máxima de seis kilómetros por hora. Once años después, logra poner en marcha el primer tren de pasajeros de la historia, con una locomotora mejorada que cuadruplicaba la velocidad inicial. Su tercera maquinaria fue el “Cohete”, que alcanzó los sesenta kilómetros por hora (hoy, hay trenes que superan los 300 km/h y esto es sólo un asomo de los adelantos que se aproximan, como, por ejemplo, la suspensión electromagnética que nos disparará directo al futuro). Su hijo Roberto, es decir, mi bis-bis-bis-abuelo, fue un ingeniero que se especializó en la construcción de puentes ferroviarios, ayudando a que el tren se consolidara como uno de los mejores medios de transporte en el mundo. Si algún día viajas a Canadá, puedes darte gusto admirando el puente Victoria, sobre el caudaloso río San Lorenzo, que fue su último trabajo antes de morir en 1859. Lástima que ambos se perdieron la película “El maquinista de la General”, donde un extraordinario comediante norteamericano llamado Buster Keaton, a quien le decían “cara de palo” ya que hacía las cosas más locas y disparatadas sin mover un solo músculo facial, nos hace carcajearnos una y otra vez, por sus ocurrencias en torno al tren, cada vez que la vemos. Pero una nunca sabe y, a lo mejor, desde donde sea que estén, ellos también se maravillen con este y muchos otros prodigios.

Ayer una vaca muy gorda se antojó en sentarse a rumiar en medio de la vía, desbordando los rieles de lado y lado. Menos mal que mis frenos funcionan demasiado bien, deteniéndome a varios metros de ella, impávida, ostentando su belleza blanquinegra. Yo que le pitaba y ella que me mugía en abierto contrapunteo. Parecía un concierto de vientos al que se unieron, en coro, las voces de los viajeros.

—Apártate, bonita- la mimaba el maquinista, quien ya había descendido a tierra.

Y ella mirándolo de soslayo, rumiando, mugiendo.

—Quítate, vaca insensata, no seas inoportuna- le gritaba desde la ventana un encrespado pasajero.

Pero no fue hasta que todos nos aburrimos de lo lindo e hicimos el más grande de los silencios, que la demorada vaca se desperezó, decidida a proseguir su camino (debo reconocer que yo misma me quedé dormida, disfrutando de una sabrosísima siesta). Llegamos a la siguiente estación con media hora de retraso, para alarma y desesperación de quienes comparan al sistema ferroviario con el mecanismo de precisión de los relojes suizos: ¡ sí, pero a los relojes no se les atraviesa ninguna vaca en su camino y además yo me quedo con el chocolate helvético !

En otra ocasión tuve que lidiar no con un toro de casta, sino con la crecida de un río que casi casi cubría los rieles. El maquinista sudaba nervioso y me susurraba:

—Trini, mejor nos detenemos.

Y yo, terca, le decía:

—Que no pasa nada, Maqui, quédate tranquilo que yo puedo con este río y hasta con el Mar Muerto.

Así, envalentonada (aunque chorreada de miedo por dentro), avanzamos despacito, levantando oleadas a ambos lados de la vía. Traca-splash-traca-splash-traca-splash-traca-splash-traca-splash-traca-splash y yo cantando, desafinada, pero cantando: “voy cruzando el río, sabes que te quiero-oh”. Y cruzamos. Yo me resfrié y tuve que tomar litros de caldo de pollo y alguna pastilla (aspirina no, pues soy alérgica al ácido acetilsalicílico), pero cruzamos aquel charquito impertinente y cumplimos el itinerario a tiempo.

Sueño con ser una montaña rusa para que se confundan mis gritos de algarabía con los de los niños, jóvenes y adultos que se divierten aferrados a sus asientos o alzando los brazos al viento, girando 360 grados, de cabeza, ladeándome ahora a la derecha, más tarde a la izquierda, acelerando de golpe y refrenando sin aviso, lanzándome en caída libre por las pendientes, siguiendo al pie de la letra la ley de la gravedad de Newton, británico empecinado como mis abuelos Jorge y Roberto, de quienes me gusta pensar que he heredado su temperamento
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